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Se cimbra la clase política con asesinato de “Nacho” Sánchez

Con el asesinato del secretario de Desarrollo Social del municipio Puerto Morelos, Nacho Sánchez, y fuerte aspirante a la presidencia municipal en esa demarcación, se pone sobre la mesa una realidad que es constante en la vida del país: el asesinato de políticos.

La clase política y no política de Quintana Roo se cimbró con el lamentable asesinato de Ignacio Sánchez Cordero, “Nachito”, cómo era conocido en Puerto Morelos, quien hasta donde se pudiera presumir hoy, habría sido abatido como consecuencia de que era una carta fuerte para contender por la alcaldía y por lo tanto pudiera haber perjudicado a algún grupo criminal o ¿por qué no decirlo? a sus adversarios políticos, muchos de ellos con negros y cuestionados antecedentes.

Pero Nacho Sánchez no ha sido el único político con aspiraciones a contender por un cargo público asesinado en Quintana Roo. Durante el proceso electoral de 2018 Rosely Danilú Magaña fue herida en un acto proselitista y tras permanecer ingresada dos días en el hospital, murió. Magaña era aspirante del Partido Revolucionario Institucional (PRI) a un cargo de regidor en Isla Mujeres. Ese proceso electoral en México ha sido calificado como el más violento registrado en el país; fueron 113 el número de asesinatos de políticos y candidatos.

De los delitos anteriores sólo ha habido indignación de las autoridades, pero nunca resultados que castiguen a los culpables y que permitan a los ciudadanos conocer las razones de estos hechos deplorables.

La ineficiencia o incluso la decisión de no investigar más allá en estos delitos, hace que jamás se sepa si el crimen se llevó a cabo porque estos tenían habían tenido vínculos con algún grupo del crimen organizado y esta misma relación había llevado en algún punto a su ejecución, o si era por su lucha contra los delincuentes, que al convertirse en un estorbo, era necesario eliminarlo. Hay incluso otra opción, tan mala como las anteriores, que fueran los mismos rivales políticos que con facilidad le endosan la factura al crimen organizado.

Quedan entonces estos políticos en un limbo entre héroes o villanos, entre cómplices o adversarios, lo cual es a todas luces algo injusto para su imagen post mortem, la tranquilidad de sus familias, pero también para la sociedad en general, que seguramente quisiera saber las verdaderas razones.

No es fácil gobernar hoy en México. A la pésima imagen que se tiene de los políticos, trabajada a pulso por algunos cuantos que han abusado para beneficio personal del cargo, se le suma los retos de gobernabilidad donde no sólo están los tradicionales grupos de interés social y económico, sino otros con agendas delictivas y que han llegado a ejercer un control importante en algunas zonas del país.

La colusión entre políticos y grupos criminales en México no es algo nuevo. Sin embargo, en la última década la delincuencia organizada ha buscado con mayor fuerza cooptar la política local al influenciar el proceso electoral, con la violencia como un método para elegir a sus candidatos. Con la colaboración de funcionarios en cargos clave, la delincuencia organizada ha podido proteger y hacer crecer sus negocios criminales al ejercer control sobre las fuerzas policiales locales, asegurarse lucrativos contratos de gobierno y exigir el pago de porcentajes de los presupuestos municipales.

Así, incluso cuando la democracia mexicana ha “evolucionado” a nivel federal, se ha reducido el espacio para elecciones libres, abiertas y transparentes a niveles municipales, y los grupos de delincuencia organizada parecen haber determinado ya cuáles serán esos resultados. Cortesía de Irma Ribbon.


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